Como contaba en las primeras reseñas personales de esta columna, la cuarentena me obligó a hurgar en los intersticios de mi cuerpo y de mi mente; a reflexionar sobre las cosas que iba viviendo conjugadas en las lecturas y las películas que iba viendo. El encierro nos lleva inevitablemente a la introspección; el pasado vuelve como un deja vú en sueños, en frases que escucho o que leo. Esta semana terminé de leer Las malas de Camila Sosa Villada y sentí un sacudón en todo mi cuerpo. Es un libro que, como dice la contratapa: “En su ADN convergen las dos facetas trans que más repelen y aterran a la buena sociedad: la furia travesti y la fiesta de ser travesti”. Las malas es un viaje iniciático hacia la búsqueda de un lugar de pertenencia (grupal) —confinado a los márgenes—, es una novela que exuda al mismo tiempo crudeza y ternura, vuelve una historia particular en universal y nos interpela fuertemente, pues Las malas, habla de un feminismo trans, un feminismo de la diversidad.

“En esa casa travesti, la dulzura puede hacer todavía que la muerte se amedrente. En esa casa, hasta la muerte puede ser bella”.

“Cuando una travesti llora y te dice que te vayas, es mejor quedarse, porque el dolor de las travestis, las pocas veces que asoma de verdad el dolor de una travesti, es como un hechizo: somete al espectador a un estado de lisergia triste, de pena fosforescente”.

(Camila Sosa Villada, Las malas)

Y digo que interpela fuertemente porque Las malas habla de muchos temas, uno de ellos, quizás el más importante, es el de la maternidad, de esa que nos atraviesa aunque no la habitemos. Cuando cursaba en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA) allá por el 2012 hice la materia Historia del Cine Latinoamericano y Argentino con el director de la carrera, Ricardo Manetti, uno de esos profesores que hacen de sus clases una performance y, mientras enseñan, bajan línea y abren cabezas. El programa de ese año estaba centrado en el melodrama como el discurso latinoamericano por excelencia, con sus característicos motivos visuales: el espacio urbano vs el espacio rural, los márgenes, las fronteras, lo popular, la familia, LA madre y los cuerpos como el lugar donde se libran todas las batallas. El programa era enorme (en todos los sentidos) y su corpus de películas iba desde la figura de Tita Merello en “Para vestir santos” (Leopoldo Torre Nilson, 1955) hasta la de Ale, interpretada por Camila Sosa Villada, en la película “Mía” (Javier Van de Couter, 2011).

Mia se centra en la historia de Ale, una travesti cartonera que vive en la “Aldea Rosa”, una aldea gay —una villa miseria— que habitó en el barrio de Nuñez detrás del predio de Ciudad Universitaria entre el ’95 y el ’98, momento en que el gobierno de Fernando De La Rúa mandó a desalojar de manera violenta. La película se estrenó antes de que se sancionara la Ley 26.743 (2012), que reconoce el derecho a tener la identidad sexual autopercibida en el documento nacional, así como el acceso a la atención sanitaria integral para personas trans. Si bien fue la ópera prima del director, se convirtió en una película indispensable.

Mia y Las malas tienen mucho en común: la “Aldea Rosa”, en la película, la “Casona Rosa” en la novela: “Debajo de su deterioro, la casa sigue siendo rosa. Rosa ilusión, rosa obvio, rosa nuestro, rosa imposible, rosa irreal”. La figura de “la Antigua” —interpretada por Naty Menstrual en la película— como “la tía Encarna” en la novela, las dos matriarcas de las travestis. El trabajo sexual y la ilusión de ver un bosque en vez de yuyos, como dice la Antigua. Ambas obras retoman a la “Yerma” de Federico García Lorca, que las atraviesa con una temática universal como: la maternidad. Y la película (alerta spoilers) termina con Ale con un bebé en brazos como uno de sus gestos más políticos. Porque, como dice Camila en Las malas: “la infancia y los travestis son incompatibles”.

En Mía habitan los espacios fronterizos del cuerpo: la protagonista se llama Ale, apócope femenino/masculino que conviven al mismo tiempo. Está la ausencia del padre y la presencia de una nueva madre, travesti. Mía es una película de viaje —una caravana por las diferentes fronteras que tiene la ciudad—. También es un cuento de hadas como la Cenicienta —pero sin príncipe azul— en el que Ale después de lograr unir a la familia de Julia y Manuel (interpretados por Maite Lanata y Rodrigo de la Serna) tiene que volver a los márgenes, a su lugar, al otro lado de la frontera, ese lado oscuro que repele y aterra a la buena sociedad.

En la materia de Púan, la figura de Tita Merello se relacionaba con la de Camila Sosa Villada, porque en ambas películas que integraban el corpus de la cátedra de Historia del Cine Latinoamericano y Argentino, las mujeres invierten lo patriarcal en matriarcal, se apropian del espacio de la calle y del trabajo: de la fábrica una, del cartonero y la prostitución, la otra. Y esto me lleva inevitablemente a otra de las lecturas que hice en esta cuarentena: “Borderlands/La Frontera: The New Mestiza” de la escritora mexicana Gloria Anzaldúa, una de las primeras activistas en introducir lo queer.

“Soy un amasamiento, soy un acto de amasar, de unir y juntar que no solo ha creado una criatura de oscuridad y una criatura de luz, sino también una criatura que cuestiona las definiciones de luz y de oscuridad y les asigna nuevos significados”.

“Cuando vives en las Borderlands la gente te pasa a través, el viento se roba tu voz, eres burra, buey, chivo expiatorio, precursora de una raza nueva, mitad y mitad -tanto mujer como hombre —y ninguno de los dos— un nuevo género”.

(Gloria Anzaldúa, Borderlands)

Recuerdo que en esas clases magistrales de Manetti, además de su performance y de introducirnos en lo queer a través de las películas y los textos de la materia, sonaba alguna que otra canción latinoamericana que condensaba todo lo que hablábamos dentro del espacio del aula: “nuestro puente” (retomando los conceptos de Anzaldúa) en relación a la identidad latinoamericana, nuestra identidad. Y como ya es un clásico en esta columna titulada “¿Qué se puede hacer salvo ver películas?” vamos a terminarla con dos canciones para poner a todo taco en nuestra casa, en nuestro espacio y que nos atraviese el cuerpo y quede sonando.

“Y vámonos…

Donde nadie nos juzgue

Donde nadie nos diga que hacemos mal

Y vámonos…

Alejados del mundo

Donde no haya justicia, ni leyes, ni nada, nomás nuestro amor.”

(Chavela Vargas, Vámonos)


“Mi razón no pide piedad

Se dispone a partir

No me asusta la muerte ritual

Solo dormir, verme borrar

Una historia me recordará,

Vivo”.

(Hamlet Lima Quintana, Zamba para no morir)


Para ver/leer:

Mía (2011): Youtube o Zoowoman

Para vestir santos (1955): Youtube

Las malas (2019, Editorial Tusquets, 220 páginas)